Sobre la confianza y un elefante

El norteamericano John Godfrey Saxe nos cuenta en una fábula la historia de seis sabios ciegos de la India que pasaban largas horas desafiándose acerca de cual de ellos tenía más talento. En una de sus largas sentadas, no se ponían de acuerdo en cómo era un elefante por lo que decidieron ir a la selva a conocer su forma exacta, con la ayuda de un guía. Cuando se encontraron con uno, que se encontraba tranquilamente tumbado, el primer sabio se acercó al elefante y tocó su costado, exclamando que era como una pared de barro. El segundo sabio tocó dos objetos muy largos y puntiagudos y sin dudar dijo que se parecía a una lanza. El tercero tocó su trompa, con lo que para él claramente un elefante era como una serpiente. Cuando llegó el turno del cuarto sabio, éste tocó su cola con lo que, en su opinión, era como una cuerda. El quinto se acercó al animal y alcanzó sus orejas, con lo que claramente el elefante era como un gran abanico y, por último, el sexto sabio concluyó que era como un árbol, tras tocarle una de sus gruesas patas.

Tras esta experiencia, cada uno de ellos quedaron satisfechos y convencidos de cual era la verdadera forma de un elefante, pensando que los demás sabios estaban equivocados en su opinión. Desde luego, todos tenían parte de razón, aunque la verdad es que estaban plenamente equivocados sobre como era en realidad un elefante.

 

En esta fábula que el escritor reintrodujo en el siglo XIX, nos sirve como muestra de un hecho habitual en las empresas como es el denominado fenómeno del exceso de confianza por parte de los responsables de las mismas. Un ejemplo de ello se recoge en el artículo de Malmendier y Tate: Does overconfidence affect corporate investment? CEO overconfidence measures revisited.(European Financial Management, 2005). Nos cuentan los autores el caso del CEO Roger Smith, al frente de la General Motors desde 1981 hasta 1990, que puso en marcha un plan de inversiones de 40.000 millones de dólares, sin considerar las opiniones en contra que había recibido por parte de analistas de negocio e ingenieros expertos. El resultado fue un proceso que, en lugar de ahorrar coste de mano de obra por la teórica mejor automatización, incrementó la necesidad de personas ante la deficiente robotización de las plantas y, además, veinte años después muchas de las máquinas permanecen sin utilizar. Esta persona no tuvo en cuenta las opiniones ajenas que le alertaban de la falta de idoneidad de su plan y siguió, sobrevalorando sus capacidades, con su idea inicial que fue un fracaso.

 

Aún en momentos difíciles, la mayoría de las personas somos optimistas la mayor parte del tiempo. Uno de los efectos de este optimismo, como nos indican los profesores Lovallo y Kahneman (Delusions of Success: How optimism undermines executives’ decisions; Harvard Business Review, Julio 2003), es la tendencia que tenemos las personas a exagerar nuestros propias habilidades y talentos, pensando que estamos por encima de la media. Ejemplos de ello: la mayoría de los conductores consideran que conducen mejor que la media, lo cual es imposible excepto que los que estiman que conducen peor se pongan notas muy bajas (que desde luego no es el caso) o como el estudio que se hizo en los años 70 a un millón de estudiantes norteamericanos, cuyos resultados mostraron que un 70% de los encuestados se consideraban con mayor capacidad de liderazgo que la media, siendo ¡solamente! un 2% los que se consideraban por debajo, y un 6% se consideraba por debajo de la media en capacidad atlética, siendo un 60% de los estudiantes los que se consideraban por encima de la media.

 

La tendencia a sobrevalorar nuestro talento se ve además reforzada por la inclinación a considerar que los éxitos de los proyectos que ponemos en marcha son sobre todo causados por factores controlados por nosotros, y en cambio los efectos negativos son sobre todo consecuencia de hechos externos, llámese inflación, los mercados o el tiempo (recuerdo una conversación telefónica a la que asistí entre el Consejero Delegado y el Director Comercial de una empresa, en la que éste le decía que no vendía ciertas referencias de su gama de productos de alimentación porque hacía mucho calor. Al colgar, el Consejero me dijo que en otras ocasiones la falta de ventas era debido al frío, con lo que su conclusión era que no sabía si tenía a un director comercial o al hombre del tiempo porque, eso sí, siempre tenía muy claras cuáles eran las condiciones climáticas de su zona de ventas aunque no el por qué de su falta de pedidos. En todo caso, imagínense cual fue el final de esta historia).

 

En el arte de la dirección de empresas se tiene la creencia por parte de muchos gestores de las mismas que tienen el control de la situación, subestimando en muchas ocasiones en los procesos de planificación que las cosas no puedan ir tan bien como se tiene previsto. Qué decir además en el caso de organizaciones en las que no se tiene ni plan o, aun teniéndolo, no se actualiza permanentemente con una visión a largo plazo.

 

En los procesos de planificación de proyectos que se ponen en marcha en las empresas, tal y como nos indican Lovallo y Kahneman en el artículo mencionado anteriormente, se suele acentuar en primer lugar los aspectos positivos de los mismos, en segundo lugar no se tienen en cuenta las reacciones que va a tener la competencia (muy importante a la hora de entrar en nuevos mercados) y por último, en muchas ocasiones, no se posee la cultura que consienta las opiniones divergentes de la visión de la dirección máxima de la organización, lo que socava la capacidad de opinión de los integrantes de la empresa, con la pérdida de inteligencia que ello supone para la vida de la misma. Lamentablemente es muy habitual que se instalen los yes-men en las compañías, fomentados en muchos casos por directivos a los que no les gusta oír opiniones distintas a las suyas. Por otra parte, en algunas organizaciones se fomenta el sano y productivo debate en los comités que toman decisiones, como en una en la que por parte de la dirección, y siempre que se presentaba un nuevo proyecto, no se daba aprobación al mismo si no escuchaba alguna voz que lo pusiera en cuestión en algunos de sus aspectos.

 

El optimismo debe formar parte de las empresas pues realmente genera más entusiasmo que el realismo (por no hablar del pesimismo) y es necesario para tener a las personas motivadas. En todo caso y como conclusión, como la tendencia al optimismo es natural e inevitable, considero muy saludable para ayudar a la toma de decisiones en las empresas el apoyarse con la visión externa de expertos para los proyectos que se pongan en marcha pues, tal y como nos muestran diversos estudios académicos, las opiniones que ofrecen son más objetivas y ponderadas, al equilibrar el natural optimismo interno de muchas organizaciones con el realismo de las personas que no se encuentran integradas en el organigrama de la compañía.

 

 

Artículo publicado en Economía3, número 233 Julio 2012

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